Odio los Mundiales. Odio profundamente la mentira, los engaños, la idiotez y la corrupción de los mundiales

Por Lucas Carrasco 
A Andrés Calamaro 

¿No te gustan los Mundiales? Dejá de pensar que estás falladito, es normal. A la mitad de los que están super híper mega y recontra interesados en el Mundial, en el fondo, les importa un carajo. Lloran, se ríen, alientan, aprenden cantos (por el placer de escuchar, con absoluta independencia de lo que pasa en la cancha, escuchar sus propias voces: por eso cantan las hinchadas; para escucharse a sí mismos, para sentirse lo que en sus cotidianas y miserables vidas no son, para sentirse a través de la imposición acústica con su carga de odio sutil y amenaza latente, sentirse PODER) y tácticas, se vuelven devotos de un club, patriotas de pacotilla durante el Ramadán de los occidentales alienados, no porque les interese la rabona de Rojo, los tatuajes de Lavezzi, los peinados grasas de nuestros boy scauts con tendencia efímera al metrosexualismo, nada de eso, no, es por una sola y sencilla razón: para pertenecer.

Nueve de cada diez odontólogos recomiendan sospechar del mundialismo, de las conversaciones de publicidades del Mundial, de las figuritas, de las prostitutas del balón y de la existencia de una narrativa de lo popular que hoy, entre la gente que está al pedo como yo, es decir, los periodistas, los sociólogos, los escritores, los poetas, los ministros del gobierno, los obispos, los publicistas, los antropólogos, los teóricos revolucionarios, los que dan charlas de psicoanálisis, los que nunca van a las reuniones de olllas Essen pero crean el sentido respetable, culturoso, debatible en torno al fútbol, esos botineros del lenguaje no creen en lo que dicen sobre el Mundial. Para nada. No creen una sola palabra de lo que dicen. Se ultracagan de risa de sus babels de 4-4-3; 5-3-2, 8-1-1.

Nada de eso viene con el álgebra de la ciencia. Ninguno de esos enunciados pasaría por la Dirección de Ceremonial y Protocolo de un epistemólogo sin que el detector de metales chille y encienda las luciérnagas rojas de los patrulleros y señor-puede-abrir-su-maleta-.
Lo dicen porque es una contraseña. Ritos de una logia que ellos, nosotros, comprendemos. Demasiado y lamentablemente bien.

Lo dicen para pertenecer. Para formar parte de la vanguardia poética del negocio de arrear el gentío , mientras los musculitos de pantorrillas ajenas obtienen a cambio un ingreso a la Alta Cultura. Total, no son peligrosos. Cualquier negro de la villa puede sentarse en el Teatro Colón mientras sea futbolista, banana de TV, milico o plebiscito de la esperanza a traicionar.

Es un intercambio:  ellos se barnizan de populares y los populares dejan de serlo. Pasan a integrarse a la cultura con mayúsculas y adjetivos pomposos. A cambio de prostitutas, payasos de la farándula, relatores analfabetos y viejos zorros del empresariado. Su fotolog se llena de presidentes, homenajes y autos caros. Lograron lo suyo: dejar de ser, meramente, popular. Y los que dirigen el sentido del mundo obtienen lo que buscan. Hacer de su sentido algo popular. Viralizar sus odios y amores. Ni más ni menos.
 Momento de acercarse al pueblo. De hablar su lenguaje. Y el pueblo, como todos sabemos, difícilmente responda pues difícilmente exista. No hay un Juan Pueblo, sino diversidades que por auopistas complejísimas articulan identidades precarias y fugaces, con ciertas continuidades que por comodidad llamamos Identidad. Y le encontramos identidad a 11 metrosexuales que ordenan su mundo simbólico en una pelota esférica y previsible. Y hay identidades de marcas corporativas, de escuelas secundarias, de asociaciones contra el cáncer, compañías de teatro, asociaciones ilícitas, de lo que pidas. Todo debe ser teorizable, reagrupable, entendible socialmente. ¿Por qué? Porque cada vez estamos más solos. Más insoportablemente solos.


Si hubiera un Juan Pueblo el pueblo empezaría a parecerse más a Juan que Juan al pueblo.
Hacemos un pacto, la mayoría lo respeta: dejar un poco de mi singularidad por una identidad colectiva. Pero como ya no creemos, en la física nuclear de nuestras sociedades, en grandes identidades como la Nación, la Religión, la Clase, lo que hacemos es mentirnos que no estamos solos, que somos algo juntos, en mundiales, funerales de alguien que en vida odiamos o algunos valores que aún compartimos: la educación, la necesidad de tener estado y policía, la prohibición del incesto y el respeto a las normas básicas de convivencia (y hasta por ahí nomás). Cosas que en cualquier otro animal vienen incorporadas, acá las hacemos un acto de valentía, heroicidad, alta traición o raiting, cotizaciones, pases, trapos, spots, toda esa grasada que rodea a los mundiales, todo eso que casi nadie toma muy en serio. Porque casi nadie se tomo a sí  mismo muy en serio. Bienvenidos a la posmodernidad, fanáticos de la fugacidad.

El Mundial es el momento y lugar donde el gerente de banco y el asaltante se encuentran. Tienen mucho en común pero las marginalidades que encierran a ambos los distancias. Jamás se encontrarán más que en un delito y aún así ambos delincuentes representarán intereses distintos. El cura y la travesti, el astronauta con el carcelero, el jubilado con el locatario de Puerto Madero. Todos necesitamos sentir que pertenecemos a algo que estaba antes que nazcamos y que estará cuando muramos. Es una pulsión humana ancestral, lo que nos permitió sobrevivir como especie. Por eso nos gustan los Mundiales: porque es fácil entender el fútbol, porque es primitivo los sentimientos que luego serán decorados con estadísticas, pizarrones, poetas, himnos, botineras, trofeos, llantos, sponsors. Pero no deja de evocar las mismas emociones, vacíos y ansiedades que una guerra. Pasa que ahora somos civilizados. Educamos, represivamente pero menos represivamente que cualquier estadio histórico de la humanidad anterior a este, a insertar dentro de la cultura esos instintos animales que nos hicieron llegar hasta acá. Y que nos pertenecerán por siempre.

Nadie puede abstraerse del Mundial. No se puede estar tres meses sin tomar un ascensor, sin levantarse minas por Facebook, sin ir a la panadería y encontrar un televisor. No se puede y no es psíquicamente aconsejable. Sin embargo, hay una manera de apartarse del Mundial. Una manera divertida, experimental y antropológica: en vez de aislarse, juntarse a cuanto grupo esté conectado a este Mundial inolvidable que el mes que viene olvidarán. Funciona así: uno tiene que acercarse a los bares repletos y gritar que hay que sacar a Messi y poner a Cruz, ir a la panadería a debatir contra quienes no consideren a Bochini mejor que Pelé, esgrimir la Teoría Conspirativa más delirante en los asados, explicarle a las minitas de la facultad que el orsai es cuando un jugador la toca con la mano en el área; preguntar siempre, durante los partidos, cómo se llamaba el 3 de Banfield en 1984.
Contarle al policía de la esquina que uno fue el que lo llevó a Ginóbili a probarse en Boca y sorprender al portero con un fixture de un Munidal que nunca haya sucedido.
Funciona. En dos o tres días nadie quiere hablar de fútbol con vos. No te invitan a ver los partidos y durante un mes no te atienden el teléfono, lo que equivale a decir que no te llaman ni te consideran raro.

Es tan simple participar del Ramadán occidental que solo será excluido aquel que sienta un verdadero y emotivo entusiasmo, hasta el punto que viva su propio Mundial. Hasta el punto de no necesitar saber si Messi ganó contra Irán, porque en realidad el mejor jugador fue Maxi Rodríguez.
¡Maxi Rodríguez!
-Sí, me cae bien.
-¿Y eso qué tiene que ver?
- Me gustan los Mundiales.
-Pero no entendés nada!!!
-Ah, el Mundial era un gran examen...

No hay nada peor para los mundialistas que disfrutar el Mundial. Porque el Mundial es eso que nos hace acordar de la infancia, el abuelo muerto, los niños que fuimos, los niños que quisimos ser, los niños grandes que somos y disimulamos. Por eso me gustan los mundiales. El fútbol es el único espacio que nos quedó en nuestra cultura para soñar que el débil vence al poderoso y que a veces, encima, a veces, pase que el débil venza al poderoso.