Por Seba Ozdoba
El criminal atentado contra los humoristas, periodistas y dibujantes franceses, condenable desde cualquier punto que se lo mire, me invitó a reflexionar sobre lo que pasa aquí, a la vuelta, en casa. La libertad de expresión se ha puesto en debate y mientras, lógicamente, nos horrorizamos con el atentado en Europa, nos desentendemos de los métodos que por estas pampas se utilizan para coartar cualquier opinión contraria a los intereses de quienes cortan el bacalao.
San Juan es un referente de los casos de censura. Lo he vivido en carne propia. Aquí con un guiño alcanza para que se cambie de tema en la radio, en la tele o hasta se cancele la distribución de una publicación impresa. La justificación es sencilla: "Mire, esto es un negocio y a mis clientes no les gusta un producto así". Claro, a los clientes les gusta ver, escuchar y leer sólo la parte económicamente redituable de la vida.
Y así comienza la censura, de a poquito. Se va metiendo en el medio, creando una idea sagrada de lo que está bien y lo que está mal, según los intereses de los interesados. Pronto, sin darte cuenta, empezás a escuchar: "Vas a terminar en una zanja", "Con eso no se jode", "Así te va a ir...".
Y así nos va.
Con el tiempo el humorista, periodista o dibujante, termina siendo y haciendo lo que el poder necesita. “Y si no le gusta, que forme su propio partido y que gane las elecciones”. ¡¿Qué más democrático que eso?!
Por eso, mientras leo las tristes crónicas del atentado en Francia, pienso que estamos a solo una bala de distancia.
La censura se manifiesta de muchas formas y con diferentes metodologías. Todas peligrosas como el mismísmo fanatismo. "Porque Dios así lo quiso". ¿Cuál dios? ¿El tuyo o el mío? El único: el dios billete.
Y de nuevo estamos peleando.
Aquí sí que nadie tiene derecho a quitarle la vida a nadie, pero sí se permite jodérsela un ratito. A la distancia te das cuenta de lo carísimo del atentado contra la libre expresión en Francia, por estos lados basta sólo con una llamadita telefónica local.