Por Tomás Abraham
(para Diario Perfil)
El kirchnerismo le dio sentido político al rencor post 2001. El mandato de pelear batallas falsas. En lugar de debatir públicamente sin revanchismos sobre lo sucedido en el pasado para que no vuelva a ocurrir, y edificar un futuro con otras bases, tapamos las ruinas de nuestra convivencia política con chicanas, palabrotas, chavismo de pizzería y escraches.
El año 2001 nos sirvió para eso, para que el quiebre del “modelo” menemista, votado tantas veces, desencadenara la furia general. Y con toda razón; la gente había sido engañada. El rencor era profundo. Ese sentimiento negativo de no ser neutralizado impediría cualquier construcción democrática. Y de eso se ocupó el kirchnerismo, le dio al rencor un sentido político, y durante todos estos años hizo todo lo posible para que ese rencor no desapareciera. Por eso luego de todo este himno al milagro de la inclusión a tasas chinas ese sentimiento negativo pervive con la misma intensidad de siempre. Un Estado policial sin rencor no es eficaz. Necesita del espíritu de venganza, del odio social, del buchoneo y del placer del castigo.
Ahora que Albert Camus cumple 100 años, podemos usar en su homenaje la palabra “peste”. Un Estado policial es como la peste. Contamina. Lo vemos cada día. Hace dos semanas en Periodismo para todos, la producción con sus cronistas y camarógrafos del programa penetraban en una villa de Concordia, Entre Ríos, para mostrar a una madre joven, si no adolescente, con un bebé en brazos agarrado a su cuello con la fuerza del susto, con el objetivo de mostrar las falencias del gobierno de Urribarri. Fue un acto de pornopolítica, obsceno, de uso del rencor con fines políticos y de rating periodístico. No es la primera vez que bebés y niños se usan con fines políticos. Se sabe que pegan donde más duele, al menos en quien no ha perdido del todo su corazón.
Es cierto que, como dice Lanata, existen los hechos. La miseria es un hecho, el hambre también, y esa pobre mujer con su bebé también, como también es un hecho la invasión del poder mediático para mostrar ese hecho, ese día, respecto de un gobernante determinado, y develar un tipo de miserias e hipocresías de políticos seleccionados en desmedro de otros no mencionados con el mismo sufrimiento alrededor.
Hay mucha gente indefensa y abandonada en nuestro país a pesar de los planes, no sólo en Entre Ríos ni donde sólo hay gobernadores kirchneristas.
No hay que elegir. Nadie está obligado a cumplir con el mandato de un Estado policial y elegir entre las empresas de medios y el Gobierno, o entre los periodistas perseguidos y los funcionarios del poder. Nos dan a elegir a uno de los contrincantes de una batalla falsa. La Ley de Medios no es el bastión decisivo de la democracia que nos exige tomar posición pro o contra. Nada tiene que ver con los poderes concentrados tal como les gusta decir a los sirvientes de la verticalidad. Es un negocio más del poder político con el poder económico. Cada vez resulta más claro. Del mismo modo en que Kirchner negoció la concesión del cable con Clarín, ahora se renegocia con el mismo sector. Gritos más, gritos menos. Aparecen los David Martínez de uno por vez, de una lista de varios hombres de negocios que surgirán con el tiempo.
Se dijo que Ricardo Lorenzetti negoció con Zannini, y ¿por qué no con Magnetto también? Desde siempre los máximos dirigentes de los aparatos institucionales y del mundo empresarial conversan entre sí. Aquí y en todas partes del mundo lo hacen sin que todo el periodismo esté enterado. Y negocian. Nada malo hay en esos mecanismos que son parte de una república, pero nada tiene que ver con la libertad. La libertad de expresión se impone sin que medie una voluntad ni una autorización previas salvo bajo dictaduras bien duras. No se la ejerce bajo la administración de los poderes corporativos, provengan del Estado o de los privados. En nuestro presente, así como la información es objeto de espionaje, también se filtra por todas partes. Las redes sociales no descansan. Los sitios online tampoco. Las corporaciones se disputarán los cables, las ondas, el satélite y las telefónicas; las acciones bursátiles pasarán de mano sin que sepamos nada de quienes las manejan. El sistema funciona así. Pero a pesar de todas las regulaciones y aparatos de semicensura, el dispositivo de poder es poroso y las nuevas generaciones ya no leen los diarios ni ven televisión. Se fugan por los márgenes digitales con la aceleración de un enjambre de abejas.
Es posible que la agitación continúe. Quizás se reinstale el tema de Papel Prensa si es necesario y conveniente hacerlo, y nuevamente marcarán la cancha en dos. Las acusaciones se repetirán para capturar nuestra atención con el fin de impedir que nos atrevamos a desconfiar del juego como tal, para conjurar el peligro de que alguien patee el tablero y desenmascare a los supuestos adversarios. Compras y ventas durante la dictadura procesista, y menos de un sector estratégico como la gráfica, era imposible concretarlas sin la aprobación de los generales.
Y menos aún si se trataba de los Graiver. Eso lo saben todos. También se sabe que el verdadero propósito del Gobierno es ocupar posiciones de poder e instalar nuevos socios, como lo han hecho en los medios, en la energía, en los transportes y en la construcción. Hay intereses varios en mantener la cosa pública en litigio extremo con denuncias a granel. Pero democracia y dictadura no son dos muñecos que nos tiramos de un lado y de otro de la trinchera. No es materia de escándalo ni de buscar dónde le puedo pegar al de enfrente. Este escenario nos ha saturado hasta el hartazgo. Lo que está en juego es más complicado. Poco tiene que ver con palabras lavadas de políticos al servicio de la gente. Ese recurso demagógico es demasiado obvio.
(Publicado en www.perfil.com y en edición papel de Diario Perfil del 17 de noviembre de 2013).